jueves, 18 de enero de 2007

Fuegos de artificio

Por el principio de la calle se oyen ya los compases de la banda. Los niños aprovechan para colocarse los primeros en la multiplicidad. La gente lleva horas esperando. La brisa apenas amenaza pamelas y sombreros y todas las estrellas de papel parecen caer hoy sobre la ciudad. El susurro de una mecha lo preludia: Un, dos, tres, cuatro, cinco y bum. Los tambores avivan la marcha. La gente sonríe. Yo también. Ya vienen, se dicen. Gigantes, cabezudos, muchos cabezudos: tragicómicas sonrisas. Farándula. La chica de apenas trece años se agarra con temblor y entusiasmo al brazo de su padre. La señora de soledad extensa alza en brazos a su yorsay. El hombre, anciano por vocación, chascarrea reproches de souvenir junto a su esposa, anciana por defecto. Los amigos, de paso hacia un encuentro, se recuerdan entre los niños. Y yo, furtiva, me desato en una alegría de agua. Ya vienen, me digo. Explotan las bromas en aplausos, las comparaciones. Hay quien busca bajo las máscaras rostros familiares. Te conozco, dice una alumna a su maestra. Y me dejo también llevar por la melodía de las trompetas, saxofones, clarinetes de calle. Me introduzco en la charanga. No busco desorden alguno. Tan sólo un cómplice a mi júbilo. Este espacio, esta gente, este acto de bombo y caja, papelillos, serpentina, es la extensión real de mis impulsos. Me brillan los ojos. Me besó a deshoras, en un portal, como antes. Ahora tan sólo espero su llamada. Mientras tanto, me abandono al repertorio. Al festín de los gritos, al baile. La alegría de un barrio que hoy salta a otro sueño, a otro engaño.