miércoles, 17 de enero de 2007

Día primero

Sobre la sien, el día aprieta su gatillo en la parada del dos. Con rutina dejo que las pupilas se contraigan lo suficiente para el mejor de sus desayunos: el trasluz de las ventanillas, otras miradas, otros cuerpos expulsados del lecho con dirección a un lunes de menos: oficinas, facultades, clínicas, colegios. Reparo en ellos escuetamente –flashes, instantáneas: coordenadas que me emplazan a una nueva semana, un nuevo día, un último sacrificio-. No llevo maquillaje. Ajusto mi falda con imperdibles y recojo mi pelo en una cola incierta, resuelta minutos antes entre el quinto y el cuarto de mi ascensor. Blusa, zapatos de verano, bragas anchas. Ojeras.
Subo al autobús, pico el viaje, busco un asiento, vuelvo la mirada hacia el cristal, me busco en la parada. Sigo allí. A veces eres hermosa, me digo. Y me dejo cubrir por el aliento ajeno; otras voces; el ruido del motor; el movimiento entrecortado. Toso.
A las nueve menos cinco llego a mi despacho. Sobres, possits, llamadas perdidas. Introduzco la contraseña: varadero. Reviso el correo. No hay flores tampoco. Humedezco. Y el sol, este sol que apenas se prostituye al trasvés de las persianas, no me es suficiente para sajar este proceso avanzado de podredumbre. Enmohezco. Arranco el musgo de mis axilas con café cortado; leche fría; sacarina. Apenas suspiro. Tecleo. Números, cifras, códigos. Nóminas. Durezas. Suena el teléfono, allí, profundamente, desde el océano: rimel, compresas, gafas de sol, chicles, ibuprofeno. Lo abro. Leo: tienes un mensaje en el contestador. Marco uno siete siete. Escucho. Me asfixio. Siento náusea. Las llamas me acorralan desde el suelo, caigo sobre él. Convulsiono. Me siento devorada por mis propias fauces. Quedo tendida bocarriba, el abdomen entreabierto.